Sedentarismo Cognitivo: La Deuda de una Generación en la Era de la IA
- Carlos Arredondo
- 26 ago
- 5 Min. de lectura

Introducción: la vida antes del acceso instantáneo
De niño, mi mundo se medía en pasos y estaciones.El rancho de mis abuelos era un laboratorio vivo: el olor de la tierra húmeda, el mugido del ganado, el aleteo de los gansos, la rama que me sostenía mientras arrancaba un mango aún tibio por el sol. Cada día era una lección sin pizarrón: aprender que la leche venía de una vaca, que el huevo tenía plumas antes de tener cáscara, que el tiempo de la fruta no lo decide la prisa, sino la paciencia.
Al mudarme a la ciudad descubrí una brecha que no se llenaba con edificios ni con luces: mis compañeros no sabían de dónde salía la leche, qué forma tenía un árbol frutal, ni cómo se siente una gallina viva en las manos. La urbanidad había borrado la experiencia directa.
Con el internet, ese vacío se maquilló: aunque sea en fotos, los jóvenes conocieron aquello que nunca habían vivido. Y hoy, con la inteligencia artificial, llegamos a un nuevo abismo: ya no es que no sepamos, sino que ni siquiera importa saber. Lo delegamos todo. Lo resolvemos en segundos. Y al hacerlo, hipotecamos el músculo del pensamiento.
La ayuda que se volvió obligación
La historia de la tecnología está llena de favores que se transformaron en deberes:
La imprenta fue un milagro, hasta que se volvió derecho.
La calculadora fue un apoyo, hasta que se convirtió en excusa para no aprender ni a multiplicar.
El GPS fue una ayuda, hasta que mató el instinto de orientación.
La IA repite esa historia. Nació como un amigo que ayuda, pero en pocos años ya es tratada como un sirviente obligado. Y si no cumple, el reclamo es inmediato: “¿Por qué a otros sí y a mí no? Es discriminación, es injusticia.”
La paradoja es clara: se reclama como agresión lo que en realidad es una renuncia voluntaria. El derecho a la mediocridad disfrazado de inclusión.
La metáfora del camino
Imaginemos que queremos llegar al mismo destino:
Caminar: lento, cansado, pero cada paso deja huella.
Correr: exige esfuerzo, pero da agilidad y resistencia.
Patines o bicicleta: aceleran, sí, pero requieren equilibrio y destreza.
Automóvil: potencia extrema, rapidez y comodidad… siempre que no olvides manejar.
Todos son medios válidos. Pero nadie, absolutamente nadie, entra al restaurante en el auto. Por más rápido que hayas llegado, hay que bajarse y caminar los últimos pasos con tus propios pies.
La metáfora es clara: la IA puede acercarte al conocimiento, pero la última milla siempre será humana.
La velocidad y lo que se pierde en el camino
Caminar también tiene sus ventajas.Cuando caminas ves la tiendita en la esquina, saludas al vecino, hueles el pan recién horneado, descubres una flor en la acera, escuchas la voz que te llama desde la otra acera. El camino enseña porque obliga a mirar alrededor.
El automóvil, en cambio, concentra toda tu atención al frente.Lo que está a los lados pasa desapercibido.Vas más rápido, sí, pero te pierdes los detalles, la textura del trayecto, las sorpresas de la lentitud.
Con la IA ocurre lo mismo: llega más rápido al resultado, pero empobrece la experiencia. Nos roba la reflexión, la pausa, la contradicción, la memoria de cómo llegamos a esa respuesta. Y sin esas huellas, el conocimiento no se vuelve propio: solo pasa de largo como paisaje a alta velocidad.
El experimento del MIT: tres grupos, tres futuros
Un estudio del MIT ilustra con precisión este dilema. Tres grupos de estudiantes fueron sometidos a la misma prueba:
Los IA-dependientes
Rápidos y eficientes al inicio.
Calidad mediana, suficiente para aprobar.
Pero al retirarles la IA, fracasaron estrepitosamente: no pudieron terminar la tarea, ni siquiera de forma mediocre.
Los usuarios de Google
Más lentos, pero con mejor calidad.
Cuando cambiaron roles, mantuvieron desempeño sólido.
Porque aún ejercitaban la búsqueda, el filtro, la comparación.
Los de conocimiento propio
Lentos al inicio, pero con calidad superior.
Al cambiar roles, superaron por mucho a todos.
Su experiencia sedimentada se convirtió en flexibilidad y potencia.
La conclusión fue brutal: la IA no destruye el pensamiento, pero sí lo atrofia cuando se convierte en muleta exclusiva. Como todo exceso, la comodidad se transforma en adicción y la adicción en dependencia.
Sedentarismo cognitivo: neuronas flojas
Podemos llamar a este fenómeno sedentarismo cognitivo.El cerebro, como un músculo, se fortalece con el esfuerzo y se degrada con la inactividad.
Antes, la deuda cognitiva era explicable: no teníamos acceso, no había recursos, el conocimiento llegaba tarde. Hoy la deuda es producto de la comodidad: “¿Para qué pensar, si la IA lo hace?”
El peligro no es solo la mediocridad del resultado, sino la pérdida de vergüenza. Los estudiantes de hoy —muchos incluso en carreras médicas, donde la vida de una persona depende de su conocimiento— ya no se inquietan por no saber. Al contrario: presumen la calificación obtenida con IA y reclaman si se les baja la nota, porque “contestaron bien”. No ven la trampa: no es lo mismo responder que comprender.
La justificación de la mediocridad
Cuando esta dependencia llega al mundo laboral, la realidad se impone:
El candidato que no sabe razonar por sí mismo no consigue empleo.
Pero en lugar de aceptar su deficiencia, recurre a la justificación: “No me contrataron por mi origen, por mi género, por mi clase social.”
El problema no es social, sino cognitivo.El verdadero motivo es que su pensamiento se volvió incapaz de caminar sin muletas. Y esa es una verdad incómoda: en un mundo que idolatra la rapidez, ser lento pero profundo es un acto de resistencia.
Propuestas para resistir
No se trata de prohibir la IA, sino de reeducar su uso.
Exámenes anti-sedentarismo: diseñar evaluaciones basadas en experiencias de clase, razonamientos humanos, casos irreproducibles en línea.
Ética cognitiva: enseñar que la IA es prótesis, no sustituto.
Revalorizar la experiencia: así como caminar tiene sus ventajas, también el aprendizaje lento deja frutos que no da la prisa.
Recordar la última milla: que ningún estudiante olvide que la entrada al restaurante se hace a pie.
Conclusión: la última milla es humana
La inteligencia artificial es un automóvil brillante: rápido, cómodo, potente. Pero si solo confiamos en él, terminaremos incapaces de caminar. Y lo más grave: ya ni siquiera recordaremos cómo era hacerlo.
La velocidad no solo acorta el camino, también lo empobrece. Lo que está a los lados se pierde en la prisa. El conocimiento es igual: la respuesta rápida parece útil, pero sin el proceso de búsqueda, sin las pausas, sin las preguntas, no se convierte en sabiduría.
Por eso, aunque llegues al restaurante en coche, nadie entra sin caminar los últimos pasos.El destino puede ser alcanzado con tecnología, pero la experiencia de aprender sigue siendo un acto profundamente humano.Si renunciamos a esa última milla, habremos hipotecado nuestra libertad de pensar. Y entonces la deuda cognitiva no será solo un riesgo educativo: será la condena de toda una generación.
Quizás, dentro de algunas décadas, los médicos no solo diagnostiquen Alzhéimer en quienes pierden recuerdos biológicos, sino también una nueva forma de deterioro mental: un “IA-Alzhéimer”. Una enfermedad donde la mente no pierde lo vivido, sino lo nunca ejercitado; donde la dependencia absoluta a las máquinas atrofiará la capacidad de recordar, analizar y decidir. No porque el cerebro enferme por sí mismo, sino porque fue abandonado al desuso.
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