La Pandemia de los Rostros Agachados
- Carlos Arredondo
- 6 jul
- 3 Min. de lectura
Por El Gato Insolente

Hubo un tiempo —dicen los ingenuos— en que la humanidad soñaba con un mundo mejor: más conectado, más sabio, más humano.
Spoiler: nos salió todo al revés.
Hoy camino por las calles —si se le puede llamar caminar a este acto de esquivar zombis digitales— y veo una procesión de cabezas agachadas.
No rezan.
No meditan.
Adoran a San Google, que “muestra” todo lo que necesitan, en un lenguaje de algoritmo que probabiliza cada decisión o lee las mentes como un oráculo engañoso, mientras drena el conocimiento y el alma hasta el dominio total.
Arrastran sus cuerpos al ritmo de una pantalla brillante.Indiferentes al camión que ruge, al perro que ladra, al niño que grita…
A la vida que pasa.
No escuchan.
No ven.
No sienten.
Solo son frascos vacíos que deambulan, mirando sin ver, caminando sin destino, encendiendo y apagando por momentos, viviendo vidas copiadas, vendiendo emociones falsas a otros caminantes igual de perdidos.
Los auriculares filtran la realidad, cambiando el sonido del viento por mantras de autoayuda, el canto de las aves por playlist incoherentes y vulgares, llenas de voces artificiales que repiten “todo estará bien”.
Mientras tanto, olvidan lo real —ya casi inexistente— suplantado por filtros que los peinan, visten o maquillan.
Un chasquido inaudible… y ya no son ellos.
Son una mentira sofisticada, creada en un universo alterno de nubes, datos y códigos.Reciclan sueños ajenos que ni siquiera viven.
Solo los miran.
Desposeídos.
Una y otra vez.
El mundo no se volvió más sabio.
Se volvió más idiota.
La familia no se acercó.
Se convirtió en un grupo de WhatsApp con stickers ofensivos y cadenas que nadie lee.
Cada quien vive enterrado en su ataúd portátil, con tapa táctil y olor a batería inflada.
Un ataúd con emojis, notificaciones y filtros de alegría programada.
Una fantasía digital tan elaborada… que los convenció de que es vida.
Los jóvenes ya no crecen: se disuelven entre stories efímeras y promesas falsas.
Ríen con retos inmundos.
Se graban cayendo en pozos que nadie quiere tapar, aunque se ahoguen.
Y cuando el golpe seco de la adultez los alcance —sin aviso, sin subtítulos— descubrirán que los likes no compran sopa instantánea,
Que los reels no pagan renta,
Y que los jardines que sembraron en las redes no tienen aroma, no alimentan a nadie, ni tampoco se pueden tocar.
¡Ah!, pero qué bien se ven en sus fotos.
Presumen un falso estilo de vida, una existencia hueca heredada por sus antecesores… ya funados por la intolerancia retrospectiva.
Una estela de grandeza artificial.
Ausentes en una competencia artificialmente real.
Un borderland que los consume a fuego lento, en un escenario fugaz.
En simulación de vidas prestadas.
Vidas vividas perfectamente ausentes dentro de una nube ebria de bebidas color pastel, envueltos en 256 bits de arcoíris irreales…
en blanco y negro.
Yo los observo.
Desde mi ventana, desde la banqueta, desde el rincón del café.
Con mi café tibio —ya casi frío, pero aún sabio— veo el desfile lento y apaciguado.
Sin tonos.
Sin parpadeos.
Sin notar nada fuera de la pantalla de cinco pulgadas.
Los ausentes:
Sordos de la modernidad.
Ciegos digitales.
Mudos de voz, ahora parlanchines de pulgar.
Solo se rindieron.
Se comunican con emojis y respuestas precocinadas.
Su boca existe… pero ya no articula palabras.
Apenas sirve para bostezar o sorber café de avena sin lactosa, con shot de vainilla y leche de avellana.
O peor: cerveza light.
Los veo muchas veces, desde la mesa del rincón, conversando con su reflejo digital.
Rodeados de gente, pero eternamente solos.
Sonriendo al aire.
Ahora el pulgar es su voz, su escudo, su Dios.
Invisible al mundo real,
pero pendientes de todo lo que ocurre a kilómetros de distancia… o a centímetros de su ombligo.
No eran mudos.
Pero se transformaron en ex hablantes.
Conversadores en coma.
Caminan con la mirada más fría que mi café.
Alejados de quienes alguna vez quisieron conocerlos.
A veces camino entre ellos y siento frío.
Un frío real. Gatuno. Humano.
El concreto ha reemplazado al suelo,
Las redes y la inteligencia artificial a los pensamientos… y al corazón, pronto también al alma.
El aire huele a urgencia.
Nadie habla.
Nadie se toca.
Nadie ve.
Y sin embargo, siguen marchando.
Cada quien abrazado a su propio vacío,
aferrado a su pantalla como a un crucifijo,
esperando…
¿Un milagro por Bluetooth?
No hay milagros.
Solo vidas a media carga.
Y yo, el Gato Insolente,
sentado en un sillón de vinilo que conoció tiempos mejores,
les dejo mi advertencia:
Guarden el celular.
No sea que un día levanten la vista…
y ya no quede nada que ver.






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