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Del Calcetín a la Corbata — Filosofía Doméstica del Gato Insolente


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O cómo aprendí que la crítica más afilada nace desde el sofá, entre un ronroneo y una copa de vino barata.


Hay días en que uno no tiene ganas de salir. No por tristeza ni apatía, sino por respeto. Respeto al silencio, a la calma, a los pensamientos que maduran mejor sin zapatos, con los calcetines desparejados y una bata robada del perchero del amo. Desde ahí, se gesta la verdadera filosofía: con el café tibio, la mirada perdida y el cuerpo en descanso.

No nací ayer. Crecí entre teclas y manuscritos, acurrucado al lado del teclado de mi amo, viendo cómo las letras peleaban entre sí para conquistar una idea. Aprendí observando, escribiendo a escondidas, corrigiendo con la pata izquierda. Me hice amante del papel y enemigo del ridículo. Un gato no se disfraza de lo que no es. Se muestra. Se contonea. Y, si es necesario, araña.

Fui casero por necesidad y vago por convicción. De tejado en tejado, conocí más mundos que un influencer en Ryanair. Aprendí que la conquista no siempre necesita flores: a veces basta con una serenata desafinada en la madrugada y un gesto noble a la luz de la luna. Que la recuperación tras la riña es lenta, sí, pero es ahí donde uno se vuelve testigo: cronista de la historia ajena, filósofo del instante, periodista de lo absurdo.

Y entonces, mientras los humanos se embriagan con discursos motivacionales, yo me sirvo otra taza de café aguado (a falta de Merlot), y me digo: “La irreverencia es un arma. La pluma, mi uña más afilada. Y este manual… mi acto circense.”

No me subestimes por dormir 16 horas al día. Estoy procesando el mundo para luego vomitarlo en tinta.

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